David lamenta cada uno de los días que han pasado sin saber cómo y dónde ayudar en los incendios forestales de León. Álex reconoce que ha conducido 200 kilómetros en una jornada para encontrar un pueblo donde ser útil. Aunque este lunes, con su amigo Rodrigo, estos dos jóvenes han llegado a la última aldea de una carretera de montaña: Colinas del Campo de Martín Moro Toledano.
«Hemos empezado a echar una mano una semana después de que se declararan los primeros incendios por no saber qué hacer», reflexiona David. Y explica que, si alguna autoridad les hubiera coordinado, habrían puesto sus ganas a disposición de quien lo necesitase «desde el día uno».
Ahora se guían por un grupo de mensajería instantánea en el móvil donde los vecinos de las zonas afectadas piden lo que necesitan. Acto seguido, cuerpos anónimos se inscriben para formar una brigada de voluntarios. Hay cientos de personas, con sus nombres (a veces reales, otras, apodos) y sus números de teléfono, que se transforman de la noche a la mañana en una caravana solidaria.
Y su esfuerzo se canaliza mediante dos canales: en el primero están las personas que tienen experiencia en la extinción de incendios; en el segundo, los que no, los braceros. A estos últimos se les destina a desbrozar la maleza que rodea los pueblos, a hacer cortafuegos y a repartir donaciones de comida y alimentos.
Los tres amigos han parado a almorzar después de estar toda la mañana dando punzadas con las hoces y las motosierras en esta aldea de casas de piedra y tejados de pizarra a dos aguas. Se han juntado en una plaza diminuta, que nace detrás de la carretera del pueblo, con el resto de los aproximadamente 50 vecinos y voluntarios que han venido a este punto de El Bierzo.
Un arco de piedra marca la entrada a Colinas del Campo de Martín Moro Toledano. Daniel Rivas Pacheco
Desde ahí, todavía no se ve el fuego, pero quieren ser precavidos. Por ello, los lugareños empezaron el domingo por la tarde a crear un cinturón de seguridad, alrededor de sus casas, en el que no haya vegetación que pueda arder.
Desde el Ayuntamiento de Igüeña, al que pertenece Colinas del Campo, su alcalde, Alider Presa, explica que han puesto mangueras en el perímetro de la localidad por si las llamas llegan hasta ese punto.
Del bar sale gente con embutidos, filetes de ternera y patatas fritas para compartir: es el negocio de Eloy. Ha abierto en su jornada de descanso para que todo el mundo pueda comer. También, su comercio es ahora un especie de puesto de mando avanzado: en el pueblo no hay cobertura móvil, pero él tiene un teléfono fijo y wifi.
En la barra del local, Eloy recuerda a los asistentes que él invita a las consumiciones.
«Ni un duro para la España rural»
Álex y Rodrigo tienen 22 y 21 años, respectivamente, y son amigos del equipo de fútbol. David es un poco más mayor, ha cumplido los 25. Calza unas botas que le ha prestado su hermano y se viste con un mono azul que le dieron en Ponferrada en la zona de recogida de donaciones.
Antes de subir a uno de los pueblos con el nombre más largo del país, David y Álex ayudaron a gestionar en ese punto de la ciudad leonesa los productos que llegaban de diferentes partes de la provincia y de España. Fueron allí porque no sabían bien «qué hacer en las zonas con fuego, pensábamos que íbamos a molestar», reconoce David.
Sin embargo, el domingo, mientras los vecinos de Colinas del Campo empezaban con su autodefensa, David, físico, y Álex, enfermero, sumaron a su amigo Rodrigo y se acercaron a Faro, a 80 kilómetros de donde se encuentran este lunes. Allí, otro incendio amenazaba a las poblaciones.
Un barril de gasolina y una desbrozadora, las herramientas de los vecinos contra el fuego. Daniel Rivas Pacheco
«La gente estaba desbrozando y sacando las ramas con las manos», explica David. Y subraya tras esa frase el único requisito que, considera, se necesita para hacer una limpieza del monte en estas circunstancias: «Las manos, el esfuerzo, con eso es suficiente para darle un relevo a alguien agotado». Ellos, además, han sumado este lunes sus herramientas: una pala, dos picachos (una azada con dos cabezas diferentes) y dos hoces.
En Faro, solo les dio tiempo a ayudar durante una hora, como explica este joven: «Se levantó el viento, el fuego se descontroló y nos evacuaron«. Y pensó que todo el trabajo había sido en vano y las llamas habían engullido las casas. Sin embargo, horas más tarde, un vecino le escribió para darles las gracias porque se había salvado la población.
Los tres viven en Ponferrada, aunque tienen sus propios pueblos en la provincia de León. Y sufren con los incendios: «El Bierzo… lo están matando», argumenta de forma escueta Álex. Y reflexiona con sus amigos sobre los rastrojos, la maleza, y esas otras hierbas que molestan en un incendio.
Cuando se acerca el verano, los habitantes de las zonas rurales empiezan a mirarlas de reojo. «La gente en los pueblos se mata a trabajar gratis para sobrevivir«, explica Álex, «porque si hay una finca abandonada al lado de tu casa, vas a ir a desbrozarlo para que no sea un peligro», concluye.
Los alrededores de Colinas del Campo fueron atractivos durante décadas para la inmigración con la actividad minera. Ahora, los turistas se acercan a conocer áreas donde se pueden cruzar con un oso o un urogallo entre tejos y acebos en un refugio de silencio. Y, quizá, también vienen para conocer el origen del nombre del pueblo: en el año 918 hubo una batalla entre los ejércitos de Ramiro II y de Almanzor, entre leoneses e íberos islámicos. Vencieron los primeros, que estaban capitaneados por Martín Moro, un soldado de Toledo.
Sin embargo, Álex señala el esfuerzo que hay detrás de toda esta postal: «Te venden que la España rural es muy bonita, pero las Administraciones no le dedican ni un duro».
Voluntarios cortan y apilan ramas y otros rastrojos que pueden ser un peligro ante un incendio. Daniel Rivas Pacheco
La incombustible solidaridad berciana
Después de comer, el bullicio vuelve a Colinas del Campo de Martín Moro Toledano. Da la sensación de que todo el valle, donde viven unas 2.000 personas, se ha levantado de la siesta con ganas de meter ruido.
Al final del pueblo, se escucha el motorcillo de una desbrozadora: un grupo de quince jóvenes corta y apila hierbajos secos y ramas en un contenedor. Más adelante, en una finca, se escuchan los golpes secos de una azada y el ronquido de una motosierra. Mientras estas personas trabajan, a la entrada del pueblo se ha reservado un espacio del aparcamiento para una góndola de transporte, un remolque enorme, que trae un buldócer.
«Seguiremos aquí hasta que esto acabe», proyecta David, ahora que siente que, juntos a sus amigos, han encontrado su sitio.
Y cobra todo el sentido la frase de Charo, una vecina, que ha pronunciado durante la comida: «La solidaridad berciana no se quema».
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