Clara Gutiérrez (nombre ficticio), de 24 años y vecina de Figueres (Alt Empordà), lleva más de cuatro años buscando un diagnóstico claro en salud mental. A pesar de haber consultado a varios especialistas, tanto en la sanidad pública como en la privada, todavía no ha obtenido una respuesta definitiva. “Sé que muchas otras personas se encuentran en una situación muy similar”, explica. Durante este tiempo, ha pasado por diagnósticos que no acababan de encajar, medicaciones que le han generado más problemas que soluciones, y sospechas clínicas –como la posibilidad de un TDAH– que han quedado en nada.
A esta incertidumbre se suma, dice, “el desgaste emocional de afrontar largas esperas para ser atendida en la pública o tener que asumir el coste de un tratamiento privado que no siempre garantiza sentirte escuchada”.
Empezó a sufrir ataques de ansiedad cuando tenía 19 años y, más tarde, tras un primer diagnóstico, le recetaron medicación para ansiedad y depresión. Sin embargo, su primera experiencia con una psicóloga privada fue totalmente frustrante: “Estuvo todo el rato mirando el ordenador, casi no me miraba. Me dio una hoja para apuntar las crisis y dijo que ya nos veríamos. No volví”, recuerda.
“Encontrar una terapia que te ayude de verdad es difícil y caro”
Con el tiempo, probó otros profesionales: “Encontrar una terapia que te ayude de verdad es muy difícil y caro”, lamenta. Clara también denuncia la falta de información y acompañamiento que recibió cuando le recetaron psicofármacos para tratar la ansiedad. “En mi caso, lo que dijeran los demás no me condicionaba mucho, pero sé que hay mucha gente que sufre en silencio. No se explica lo suficientemente bien qué implica tomar esta medicación, ni se habla con el tacto necesario sobre los efectos secundarios, como el aumento de peso, que puede ser muy duro para muchas personas”, lamenta.
Lo más difícil fue rehacerse después de una experiencia traumática con una medicación que le recetaron y que le causó consecuencias graves a causa de una falta de información médica adecuada. “Fue una negligencia, pero no encontré la fuerza para denunciar”.
A partir de ese momento, Clara decidió dejar de tomar cualquier pastilla. “Perdí toda la confianza en el sistema”, asegura. “Fue un error grave, porque realmente necesitaba una medicación. Me costó muchísimo volver a aceptarla y entender que era esencial para mi bienestar mental”.
Cuando finalmente hizo el esfuerzo de visitar a otro psiquiatra, la respuesta que recibió la dejó desconcertada: “Después de explicarle cómo me sentía y pedirle un tratamiento mejor que el que había dejado, me dijo literalmente: «Bueno, no te estás cortando las venas, así que tan mal no estás”.
“Empecé a darme cuenta de que algo no cuadraba, que yo no mejoraba”, dice Clara, de 24 años
Después de tanto tiempo de lucha, de idas y venidas, de subidas y bajadas cada vez más difíciles de sostener, “empecé a darme cuenta de que algo no cuadraba, que yo no mejoraba”. Y con razón: “me estaban medicando por una depresión que, en realidad, no me definía”.
De la ansiedad a la depresión al TDAH
Después de muchos meses, Clara decidió hacer un nuevo intento: “Visité a otra doctora. Desde el primer momento me dijo que veía claramente rasgos de TDAH y me derivó a una psicóloga para valorarlo. Para mí fue un choque: nunca me había planteado tener TDAH, pero todo lo que me explicó encajaba perfectamente conmigo”.
Aun así, este nuevo rayo de esperanza volvió a frustrarse. Cuando finalmente consiguió que le pasaran los cuestionarios para determinar si tenía o no este trastorno, la psicóloga dictó el veredicto: no tenía TDAH. “Y con esto, una vez más, me quedé sin respuesta”.
De la esperanza a la frustración
Después de haber recuperado un poco de esperanza, Clara la volvió a perder. “Sigo sin un diagnóstico claro y sin un tratamiento adecuado. Convivo con un malestar mental profundo y con la frustración de no saber, todavía hoy, qué es lo que realmente me pasa”, dice.
Ahora está en manos de la salud mental pública, esperando resultados e intentando tener paciencia, pero las visitas se espacian tanto en el tiempo que, asegura, “hacer un seguimiento adecuado es muy complicado y aún más avanzar realmente en el proceso terapéutico”.
Padres y madres, detrás de un diagnóstico
Como Clara, también hay familias que se encuentran solas ante el muro del sistema. Es el caso de Gemma Hernández, madre de un adolescente de quince años diagnosticado de TDAH hace apenas dos años. “Como educadora, he sabido actuar y trabajar con él en casa, pero… ¿y las familias que no tienen herramientas?”, se pregunta. Una reflexión que nace de la experiencia de luchar durante años para obtener un diagnóstico y un apoyo adecuado para su hijo.
“Siempre somos los padres quienes tenemos que ir detrás y apretar tanto a los médicos como a servicios sociales como a la escuela, pedir derivaciones”, explica Gemma, madre de un hijo con TDAH
Explica que ha sido un proceso largo: “Siempre somos los padres quienes tenemos que ir detrás y apretar tanto a los médicos como a servicios sociales como a la escuela, pedir derivaciones”. Gemma recuerda que ya cuando estaba embarazada: “El niño no paraba de moverse. Siempre ha sido inquieto, no se concentra. Al principio pensaba que quizá no me escuchaba, incluso le hicimos pruebas auditivas. Pero el oído lo tiene fino; lo que pasa es que no se centra y para que lo haga le tienes que hablar a la cara, mirarlo a los ojos, repetirle lo que le has dicho porque si no, no le queda retenido en el cerebro. Tienen muchos pensamientos en la cabeza y les va muy bien el ejercicio físico para sacar adrenalina”.
“En primaria era un niño de pasillo”
Durante años, Gemma ha vivido cómo su hijo ha sido penalizado por moverse demasiado o por hablar más de la cuenta. “En primaria, era un niño castigado en el pasillo por moverse. En el instituto, me tocaba constantemente ‘pelearme’ con el profesorado y la dirección para que no le pusieran incidencias por hablar o moverse”.
Gracias a la insistencia de la madre, el niño recibe medicación desde hace dos años. “La psicóloga de salud mental no lo veía claro, pero la psiquiatra nada más entrar ya lo detectó. Son niños que necesitan ayuda para poner freno a la cabeza y concentrarse”. Su hijo, dice, “es un amor de niño. El problema no son ellos, sino las expectativas de la sociedad. Vivimos en un mundo que quiere niños quietos y callados”.
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