Eran las 09:30 de la mañana del domingo 17 de agosto y la comarca de Valdeorras amanecía llena de humo. El balance del incendio de Larouco a esa hora era demoledor pero aún soportable: 6.000 hectáreas calcinadas. Veinticuatro horas más tarde, la cifra se había disparado a 15.000. Once mil hectáreas devoradas en un solo día.
En medio de esa carrera imposible contra las llamas coincidían sin saberlo en distintos frentes Jesús, bombero urbano; José, bombero forestal con más de dos décadas de experiencia; un forestal del distrito VIII de Terra de Lemos; y Amparo, miembro de Protección Civil en Vilamartín de Valdeorras.
Un camión de bomberos en Bendollo, Quiroga LUCÍA GONZÁLEZ
Sus testimonios no siempre encajan. A veces se contradicen, como si fueran pedazos distintos de un mismo incendio. Pero todos comparten una certeza: Larouco fue un monstruo imposible de dominar. Una semana después, la memoria de aquel fuego se escribe con orgullo y con frustración. Porque las llamas dejaron dos caras de la misma historia: la de quienes defienden haberlo dado todo y la de quienes, desde los pueblos, sintieron que nadie llegó a tiempo.
El caos de los primeros días
«Al principio fue un poco caos, porque se nos fueron las coberturas de los teléfonos y de todo. No teníamos emisora», recuerda Jesús. Los consorcios provinciales trabajan con protocolos diferentes y la falta de comunicaciones hizo que las primeras horas fueran a ciegas. «El problema más grande fue ese. No se podía avisar porque no había cobertura móvil».
Los urbanos hicieron turnos de 24 horas, siempre pegados a los pueblos. «Nuestra misión es proteger las casas, los bienes y las vidas. Al monte no solemos entrar porque no tenemos los medios necesarios», explica. En la práctica, eso significó improvisar barreras humanas en aldeas que se quedaban a merced del fuego. «Era una locura: cuando llegabas a un pueblo con una casa ardiendo, al bajar ya había otras tres más«.
El desorden inicial no fue solo una percepción: la burocracia también hizo mella. Jesús lo resume sin rodeos: «Tenemos muchas trabas al depender de diputaciones. Si el fuego está en otra provincia, aunque esté al lado de tu parque, no te activan. Eso retrasa mucho».
Brigadas forestales: disciplina en el monte
Frente a los urbanos, los bomberos forestales insisten en que su engranaje funciona. José lo explica con precisión casi militar: «Desde el distrito forestal nos mandan al incendio, nos dicen el canal de extinción y el director de extinción. Se divide el incendio en sectores y nosotros recibimos órdenes del agente asignado».
Vista de la organización de los servicios contra incendios en el Puesto de Mando Avanzado LUCÍA GONZÁLEZ
La organización es jerárquica y clara: un jefe de brigada, bomberos en lanza y rutas de escape previstas. «Todos sabemos cómo actuar. El servicio de extinción de la Xunta es eficiente, cualificado y preparado«, defiende con vehemencia.
Lo corrobora el forestal del distrito de Terra de Lemos: «En un incendio de estas dimensiones se monta un puesto de mando avanzado, un punto de recepción de medios y se sectoriza. Desde allí se controlan entradas, salidas, turnos, motobombas y brigadas. Las comunicaciones funcionan bien con el sistema Tetra».
Pero incluso con manual en mano, la naturaleza impone su ley. «Hay incendios que son incontrolables», admite el mismo brigadista. «El agua de los helicópteros a veces se evapora antes de llegar al suelo porque abajo hay más de mil grados«.
Jornadas sin fin
El contraste en la rutina de trabajo es evidente. Jesús describe guardias de 24 horas y pies destrozados por andar en monte con botas pensadas para asfalto. Los forestales, turnos teóricos de diez o doce horas que a veces acaban siendo más. Todo por luchar contra el fuego. «La adrenalina hace que aguantes más de lo que toca, pero al día siguiente el cuerpo pasa factura», concede José.
«Son incendios de sexta generación», define el brigadista del Valle de Lemos movilizado a Quiroga. «Explosivos, impredecibles. Puedes estar en una vaguada tranquila y, en cuestión de tres minutos, se convierte en un infierno. Lo más duro es la impotencia de ver que un pueblo arde y no puedes hacer nada».
El cansancio es una constante. Jesús recuerda compañeros ingresados por golpes de calor o heridas en los pies que regresaban al tajo apenas dos días después. José lo matiza: «El fuego desgasta física y psicológicamente. Por eso esta es una profesión vocacional: si no te gusta, no aguantas dos días».
Un vehículo de protección civil en el PMA del incendio de Larouco LUCÍA GONZÁLEZ
Entre el humo y la gente
Lo que sostiene a muchos de ellos no es solo la vocación, sino también la respuesta de los vecinos. José rememora cómo, al cambiar de sector, un grupo de vecinos les interceptó con bocadillos, agua y fruta.
«Dentro de la desgracia, hay humanidad. No somos héroes, somos trabajadores, pero que te aplaudan cuando has logrado salvar un pueblo no tiene precio».
Jesús también guarda una imagen: la gente de Vilanova organizándose como una guardia improvisada junto a ellos. «Respetaban todo lo que decíamos, estaban de un lado para otro con nosotros. No hubo críticas, solo implicación».
Protección Civil: en la retaguardia, sin relevo
Si para los bomberos la lucha fue disciplina, turnos sin fin y profesionalidad a destajo, para Protección Civil la experiencia tuvo otro sabor: el de la soledad. Amparo Rodríguez recuerda aquellos días con la voz quebrada. «El viernes empezamos repartiendo mascarillas por las aldeas. El sábado montamos el punto cero en el pabellón (de Vilamartín de Valdeorras). Desde allí se coordinaba todo: desalojos, reparto de agua, albergue para los evacuados».
Pero su relato tiene un matiz distinto: la sensación de abandono. «No nos coordinamos con los bomberos forestales en ningún momento porque allí no aparecía nadie. Todo salía desde el alcalde en el pabellón». Para ella, cuando la peor parte había pasado, empezaron a llegar motobombas y un helicóptero.
Antes de eso, en pueblos arrasados como San Vicente de Leira ardió todo porque allí, cuando se fueron los vecinos, no quedó nadie luchando contra el fuego. Ni habían ido a ayudarlos ni llegaron después. Las llamas se adueñaron del pueblo ante la falta de ayuda.
Imagen de varias mangueras utilizadas en el incendio de Larouco LUCÍA GONZÁLEZ
Los voluntarios, muchos jóvenes del propio municipio, hacían lo que podían: cubas de agua con tractores, desalojos de ancianos sin vehículo, palas improvisadas contra el fuego. «A veces ibas a evacuar un pueblo y ya tenías el fuego encima. Fue muy rápido. Rabia e impotencia es lo que sentimos».
El incendio imposible
La diferencia entre cuerpos se refleja en cómo entienden su papel. Los forestales remarcan su eficacia técnica y su preparación. Los urbanos, la necesidad de reorganizar un sistema demasiado fragmentado. Protección Civil, su falta de medios y la urgencia de ser plenamente reconocidos.
«Creo que ahora la gente ha visto lo que es Protección Civil«, dice Amparo. «Hasta ahora nos veían en un accidente. Este incendio demostró que también estamos para llevar agua, evacuar gente y echar una mano donde haga falta».
El domingo 17, el fuego devoraba más de 11.000 hectáreas en un día. Nadie lo olvida. Los bomberos forestales lo atribuyen a la orografía y al viento: «No es cuestión de falta de medios ni de preparación; es imposible controlar eso«, insiste José. Los urbanos recuerdan la falta de comunicación y de autonomía. Protección Civil denuncia que hubo aldeas donde «no llegó nadie».
La realidad, como siempre, es compleja. Hubo coordinación y hubo caos; hubo profesionalidad y hubo improvisación. Hubo bomberos que hicieron más horas que tenía el reloj para luchar contra un fuego totalmente descontrolado. Hubo vecinos que salvaron sus casas gracias a una manguera forestal y otros que vieron arder las suyas sin que apareciera un camión.
Un tractor con cisterna en una de las zonas arrasadas por el incendio LUCÍA GONZÁLEZ
Una semana después
Hoy, una semana después, el verde de los montes dio paso a un negro que pone la piel de gallina. «Aún no lo asimilé», confiesa Jesús, que además de trabajar como bombero es de la zona. José habla de cansancio, pero también de orgullo: «Trabajamos sin descanso y dimos lo mejor de nosotros«. Amparo admite que desde ahora le tiene miedo al fuego.
El incendio de Larouco no solo arrasó miles de hectáreas de monte. Fue tan voraz, tan impredecible, que a veces no hubo margen para hacer más. Los bomberos lo dieron todo, Protección Civil se desbordó, y aun así hubo aldeas y vecinos que se quedaron solas frente a las llamas.
En ese contraste late la memoria de aquellos días: la vocación y el esfuerzo infinito de unos, y la desoladora certeza de otros de que, cuando miraron alrededor, no había nadie más que los vecinos.
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