La montaña gallega perdió su color en cuestión de días. Donde antes había castaños y viñas, el incendio de Larouco dejó un horizonte gris: 30.000 hectáreas arrasadas en una semana. Y entre ese paisaje casi lunar, apareció una de las muchas personas que lucharon contra las llamas del incendio: un voluntario con acento vasco y un gallego perfecto.
Rubén T. salía del pabellón municipal de Quiroga, improvisado refugio para evacuados. Bolsas de víveres apiladas, voluntarios que entraban y salían y muchas ganas de ayudar. Él caminaba hacia el albergue cercano, donde había pasado la noche junto a militares y familias que habían perdido su casa.
«Vine simplemente por el tema de ayudar«, contaba, como quien quita importancia a lo evidente. Y lo evidente era que había dejado atrás una semana de descanso en Bilbao, donde vive y trabaja, para ponerse ropa ignífuga y echar una mano en Galicia. «Sentía que debía venir. Tengo raíces en Arzúa, y al final, cuando es tu tierra, aunque sea un poco, te sale de dentro«.
Vista del monte arrasado en Feais, Quiroga LUCÍA GONZÁLEZ
Un viaje sin mapa
No hubo coordinación oficial que lo enviara. No llevaba uniforme. Tampoco órdenes claras. Llegó solo, con la mochila y la determinación de quien entiende que la solidaridad rara vez se organiza en cuadrículas. «Aquí ha sido un poco al libre albedrío. Me moví con brigadas, con chavales que conocían la zona. Si veíamos un foco, avisábamos a los bomberos. Si alguien necesitaba manos, allí íbamos. Un poco aventura, un poco improvisación».
Él lo llama «segunda línea». No estuvo cuerpo a cuerpo con las llamas, como los brigadistas, pero sí patrullando, avisando, cubriendo huecos en esa retaguardia invisible que sostiene un operativo. Hubo días de incertidumbre, de esperas tensas en el centro de control, donde nadie sabía a dónde mandar a cada voluntario. «Vienes con ganas de ayudar y a veces lo que toca es esperar, no molestar, estar pendiente. Eso también cuesta».
Cuando sí hubo trabajo, fue en forma de subidas en todoterreno a la montaña, recorridos con agentes ambientales o vigilancias nocturnas para evitar que un rescoldo se transformara en tragedia. «Aquí lo duro es que tu vida puede correr peligro. Cambia el viento, se reaviva un foco y de repente estás atrapado. No es como otras catástrofes donde sabes que no te va a pasar nada. Aquí sí».
El peso de las lágrimas
Los incendios no solo devoran monte. Se comen también las certezas de quienes viven allí. Casas arrasadas, recuerdos calcinados, animales muertos o sin alimento. Rubén lo cuenta sin épica: «Ves a una señora hablando y de repente se pone a llorar. Te dice que intentaron apagar el fuego como pudieron, vecinos de todas las edades. Eso te marca. Te da fuerza para seguir, pero también te pesa».
Una de esas mujeres había perdido su casa. Otra no sabía si lo poco que había dentro había sobrevivido. En el pabellón de Quiroga, esas historias corrían como el humo, impregnándolo todo. Los voluntarios dormían mal, pero no faltaban la comida ni el calor humano. «La amabilidad de la gente ha sido una maravilla. Te dan de comer, te dejan un sitio donde dormir, te agradecen que estés aquí aunque no seas de la zona».
También había silencios implacables. Como el del zorro que encontró una tarde, delgadísimo, parado frente a él sin huir. «Era como si me dijera: haz lo que quieras. Un animal salvaje normalmente corre, pero este no. Estaba exhausto». La naturaleza herida mostrando su vulnerabilidad sin máscaras.
Vista de un bosque de pinos quemado en las inmediaciones de Roblido, A Rúa LUCÍA GONZÁLEZ
Entre dos tierras
Rubén es vasco, gallego de sangre. Por eso, cuando le hablan en gallego, responde sin esfuerzo. «Les decía: háblame en ‘galego’, que lo entiendo. Al final es mi genética». En su entorno habitual es ertzaina, pero aquí llegó sin placa, sin autoridad, solo como un vecino más. «En la DANA de Valencia sí había coordinación, aquí no. Pero da igual. Lo importante es estar y ayudar».
Su forma de contarlo transmite más normalidad que heroísmo. Pero hay gestos que lo dicen todo. Eligió pasar la semana libre de su calendario laboral en Galicia, entre humo y ceniza, en lugar de quedarse en Bilbao. «Coincidió que eran las fiestas, sí. Pero me dije: tengo la ropa ignífuga, tengo tiempo, voy a ayudar. Si no soy necesario, me quedo en casa de la familia. Pero vine».
Nadie más, al menos entre los que conoció, había viajado desde fuera para echar una mano. «En la DANA coincidí con voluntarios de todas partes: Murcia, Canarias, Madrid, Francia. Aquí no. Solo me crucé con gallegos. No digo que no viniera alguien más, pero yo no los vi. Al final me quedaba esa sensación de ser el raro que viene de fuera. Y a la gente eso le impresionaba mucho. Te lo agradecían de corazón».
El otro planeta
Los incendios dejan un paisaje que asusta más que las llamas: el silencio posterior. «Me parecía estar en otro planeta. Todo negro, todo quemado, como si fuera la luna. Yo conocía esta zona, había venido al Courel, a Manzaneda… Y de repente verla así, desolada, era durísimo.«
Ese contraste golpea más fuerte a alguien que lleva Galicia en la memoria como un territorio verde. Que lo siente suyo. Que lo ve convertido en ceniza. La fuerza del voluntariado, dice, está en no mirar hacia otro lado. En sostener, aunque sea un rato, a los que se quedan allí cuando los demás se marchan. «Ellos son los que tiran adelante. Yo mañana me vuelvo a Bilbao, pero ellos se quedan aquí, con sus casas quemadas, con sus montes arrasados. Son ellos los que realmente luchan.«
Por eso insiste en que la labor más heroica no es la suya ni la de quienes llegan de fuera unos días. Es la de los vecinos que, cubo en mano, intentaron frenar las llamas mientras lloraban por lo que perdían. La de las brigadas locales, que conocen cada curva de los montes. La de los que no se rinden.
Imagen de un conato de incendio en Bendilló LUCÍA GONZÁLEZ
El valor de estar
A veces, ayudar significa cargar una manguera o mover ramas. Otras, simplemente estar. Escuchar. Acompañar. Rubén lo sabe. «El momento más gratificante es cuando la gente te da las gracias. No eres de aquí, no tienes nada que ver, y aun así has venido. Te lo dicen con un sentimiento que no es un simple ‘gracias’, es otra cosa».
Quizás por eso sonríe cuando recuerda que algunos vecinos se sorprendían al descubrir que había venido expresamente desde el País Vasco. Que no estaba de vacaciones, que no había pasado por allí de casualidad. «Les chocaba mucho. Me preguntaban: ¿de verdad vienes solo a ayudar? Y yo les decía que sí. Y se quedaban callados, como asimilando.«
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