
El consumo excesivo de benzodiacepinas en la población mayor aumenta el riesgo de mareos, somnolencia o caídas.
Más de un millón de catalanes consume benzodiacepinas como Diazepam (Valium), Lorazepam (Orfidal) o Alprazolam (Trankimazin). Son medicamentos psicotrópicos para tratar la ansiedad, el estrés o el insomnio. La cifra delata un problema de salud pública de dimensiones estructurales. Según datos de la Conselleria de Salut, el consumo ha empezado a descender levemente desde 2023, llegando a alcanzar cantidades similares a las previas a la pandemia. Pero cabe señalar que esta reducción del 3% respecto a 2022, año récord, apenas oculta una realidad de dependencia, abuso y mercado negro.
Las benzodiacepinas fueron concebidas como un tratamiento puntual, idealmente limitado a un máximo de tres meses. Sin embargo, la práctica habitual ha normalizado la excepción. Ocho de cada diez pacientes de Catalunya han recibido prescripciones con una duración de tratamiento superior a las cuatro semanas, lo que alimenta el uso crónico del fármaco. La tolerancia (necesidad de aumentar la dosis para mantener el efecto) y la adicción son el reverso de unos fármacos que, en teoría, se recetan para mejorar la calidad de vida.
Las cifras dibujan un perfil de las mayores consumidoras: mujeres de entre 45 y 64 años. Es fácil entrever la maraña de problemas sociales, familiares y emocionales en las que se sienten atrapadas. Para ellas, una receta no deja de ser un parche rápido y barato, un modo a su alcance para seguir adelante con una vida que se les ha tornado hostil. Pero las pastillas no pueden substituir el acompañamiento psicológico. Convertir la angustia en un asunto exclusivamente farmacológico invisibiliza las raíces reales del sufrimiento.
El coste de esta medicalización excesiva es la adicción (su abandono brusco produce un efecto similar a la abstinencia) y una serie de efectos secundarios que inciden tanto en la vida personal del consumidor como en la sociedad en general. Las benzodiacepinas generan somnolencia diurna, lo que aumenta el riesgo de caídas en personas mayores, y están relacionadas con un mayor riesgo de demencias. A ello se suma su impacto en la conducción y su interacción con el alcohol.
España es el país del mundo que más consume estos fármacos. Una desalentadora realidad a la que se suma una dimensión inquietante: el tráfico ilegal. Testimonios de consumidores y operaciones policiales delatan un mercado negro de benzodiacepinas, tanto a pequeña escala (personas que se dedican al menudeo) como a traficantes que mueven grandes cantidades. En ese mercado paralelo, las cajas adquiridas en farmacias por 3 euros llegan a revenderse por 50. Un negocio que se aprovecha de la adicción personal y de la fragilidad del sistema de control.
Catalunya está haciendo esfuerzos para reducir unas cifras de consumo alimentadas por la cultura de la inmediatez y la falta de recursos alternativos. En la atención primaria se empieza a introducir la figura del referente de bienestar emocional y se promueven talleres de relajación, actividad física y terapias de acompañamiento. Son pasos necesarios, pero el reto no es solo médico e implica un cambio cultural y político. La salud mental no se resuelve solo a golpe de receta. La soledad y la precariedad no se anestesian con fármacos y el bienestar requiere recursos y comunidad. Hay que transformar las condiciones que lo erosionan, no limitarse a invisibilizar el problema con alivios inmediatos y dependencias a largo plazo.
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