Son las grandes olvidadas del alzhéimer: las cuidadoras de los pacientes con esta enfermedad neurodegenerativa. Según la Fundación Pasqual Maragall, ocho de cada 10 familias asumen el coste (unos 42.000 euros anuales) y el cuidado del enfermo. El 76% de quienes hacen esta tarea son mujeres. Ellas tienen unos 57 años de media y dedican 70 horas semanales, lo que impacta en su vida laboral y social. Algunas, como Mercè Gómez y Manuela Castiñeira, han dejado sus trabajos para poderse dedicar en exclusiva a sus familiares. Lo explican en EL PERIÓDICO.
«Yo tengo 63 años y me he prejubilado este septiembre», explica Mercè, que cuida de su hermana, Ana, quien tiene 68 años y fue diagnosticada de alzhéimer este 2025. Todavía está en una fase temprana y es autónoma. Mercè es su cuidadora: sus casas están muy cerca la una de la otra y, aunque Ana vive sola, necesita supervisión diaria. Es usuaria de la Fundación Ace Alzheimer Center Barcelona, donde hace ejercicios de estimulación cognitiva. «Ana se sintió aquí muy acogida. Y una de las cosas que me gustaron mucho es que no quiso esconderse y se lo contó a todo el mundo. No quería que fuera como el cáncer hace 30 años», explica Mercè.
De hermana pequeña a madre
Lo más duro para Mercè es ver cómo su rol ha cambiado: ha pasado de ser la hermana pequeña a ser la madre. «Me siento acompañada por ACE Alzheimer Center, pero no por los asistentes sociales. He decidido prejubilarme y aprovechar los años que me quedan para hacer algún viaje porque en el momento en que Ana deje de ser autónoma todo será muy complicado. O tienes mucho dinero para cuidadores o no puedes…», reflexiona Mercè.
«He decidido prejubilarme y aprovechar los años que me quedan para hacer algún viaje porque en el momento en que Ana deje de ser autónoma todo será muy complicado. O tienes mucho dinero para cuidadores o no puedes»
Mercè acude a cursos de cuidados. El amor hacia su hermana es manifiesto. «Nos quedamos sin padres de muy jóvenes y ella no tiene pareja ni hijos. La relación que tenemos es maravillosa, somos una familia muy unida», dice Mercè, emocionada. Ana le dice cada día lo «muchísimo» que la quiere. Ella, al futuro, solo le pide «mucha salud» para estar «siempre» al lado de Ana. «Me da miedo no poder cuidarla algún día», admite Mercè. Y no esconde su «tristeza» al ver así a su hermana: «La veo indefensa. Le cuesta entender las cosas. Antes leía tres diarios al día, ahora se ha olvidado de la vida y solo le preocupa trabajar para parar la enfermedad».
¿Cómo ve los nuevos fármacos que han demostrado ralentizar la progresión del alzhéimer? «Son nuestra esperanza, pero hay que cumplir con una serie de requisitos que no son fáciles», responde Mercè. De momento, ni el lecanemab ni el donanemab se comercializan en España pese a que ya han sido aprobados por la Comisión Europea. Ana ya ha hecho su testamento vital y ha pedido que se le aplique la eutanasia cuando su enfermedad llegue a una determinada fase. «Pero para todas estas gestiones hay que hacer mucho papeleo e ir al notario y todo esto se traduce en dinero. Afortunadamente, Ana tiene recursos y, a donde no llegase ella, llegaríamos nosotros, pero eso no ocurre en todas las familias», concluye Mercè.
Sin trabajar… para cuidar

Manuela Castiñeira, de 48 años, se pidió una excedencia para cuidar de su madre con alzhéimer. / Elisenda Pons
Manuela Castiñeira, de 48 años, se pidió una excedencia hace dos años para cuidar de su madre, Milagros, de 75 años, diagnosticada hace tres. Manuela tenía a sus espaldas una sólida trayectoria laboral (era directiva de una sucursal bancaria), pero su realidad familiar la empujó a tomar esta decisión.
«Yo soy la que vive cerca de mis padres, no tengo hijos y siendo mujer… Pues adoptas un rol de cuidadora. Por eso me pedí la excedencia»
Milagros está ahora en una fase moderada de la enfermedad. Es «funcional», afirma la hija. «Pero mi hermano y yo nos planteamos qué hacer cuando vimos que se empezaba a desubicar con los cuidados de cosas esenciales, como ir a comprar, al médico o comprar y tomar medicinas», relata Manuela. «Yo soy la que vive cerca de mis padres, no tengo hijos y siendo mujer… Pues adoptas un rol de cuidadora. Por eso me pedí la excedencia y estoy dedicada a cuidar de mis padres. Mi padre siempre ha sido la persona cuidada y cuando el pilar de la casa, que era mi madre, desaparece… Es como si hubiera un ‘reseteo’ en el hogar».
«Solas e invisibles»
Los primeros meses fueron «duros», reconoce Manuela. Se sentía «perdida». Acudió a la Fundación Pasqual Maragall y allí encontró los grupos terapéuticos de cuidadores, que la han ayudado «muchísimo». «Te ofrecen herramientas para tramitar la ley de dependencia o cómo gestionar los nervios», afirma esta mujer, quien pone el foco en la «soledad» que sienten los cuidadores. «Somos invisibles. La enfermedad la tiene una persona, pero el efecto es como un tsunami que afecta a toda la familia. Estamos cubriendo una falta de recursos públicos», denuncia Manuela.
Según la Fundación Pasqual Maragall, el 67% de las cuidadoras profesionales asegura no haber recibido formación sobre la enfermedad
«Lo principal para mí es que mis padres estén bien. La gran suerte que tenemos es que podemos hacer esto. Durante este periodo he estado yo 24/7, pero ahora ya estamos pidiendo ayudas porque soy muy joven y quiero tener una vida, pese a que siga siendo la figura de referencia», cuenta. Se plantea volver al trabajo, si bien reconoce que, cuando se toman decisiones de este calibre, «las prioridades cambian».
«Yo estaba centrada exclusivamente en mi trabajo. Ahora estoy encantada de haberme pedido una excedencia porque la relación familiar y el tiempo que paso con ellos es de calidad. Hay paciencia y cariño. Los quiero mucho. Esto es una carrera de fondo: hay que ir poquito a poco sin pensar más allá, y lo que viene ya vendrá», destaca Manuela.
Según una encuesta de la Fundación Pasqual Maragall entre 200 cuidadoras profesionales, el 67% asegura no haber recibido formación sobre la enfermedad, pese a que el 87% manifiesta que tiene interés en adquirir estos conocimientos.
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