María se sube a la punta de los pies y se estira todo lo que puede. Busca con la mirada un uniforme idéntico entre decenas, que ella sabría reconocerlo entre mil. Hoy es la primera vez que su hijo desfila en el Día de la Fiesta Nacional, y en la acera el corazón late tan fuerte como en el asfalto del Paseo de Recoletos.
Son las ocho de la mañana y Madrid todavía bosteza. En la calle Atocha, las unidades del las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado empiezan a formar según el orden del desfile. Hay un murmullo contenido, muchas fotos y orgullo. Se escuchan órdenes secas, saludos, risas que esconden nervios. Un cabo primero de la Armada bromea al ver a sus compañeros uniformados salir de una cafetería con cafés humeantes: «Qué elegantes salís hoy de los sitios».
A unos metros, un teniente del Ejército del Aire habla por teléfono, apartado del bullicio: «Yo voy detrás de los marineros«, explica. Al otro lado de la línea, una madre y una novia aguardan en el Paseo del Prado, decididas a no perderse su paso.
Una escuadrilla de alumnos del Ejército del Aire espera el comienzo del desfile LUCÍA GONZÁLEZ
A unos metros, entre la multitud, también espera otra familia. Han venido desde San Fernando y Tarifa para ver desfilar a su hijo, alférez de la Guardia Civil. Es su segunda vez, pero la emoción se repite como si fuera la primera. «Fueron años muy duros», recuerdan, «una ingeniería, cinco años de carrera… verlo hoy así es un orgullo enorme». La madre no despega la vista de su hijo. Le tiemblan los labios. «No puedo mirarlo sin que se me escape una lágrima«, confiesa.
Las largas horas previas al desfile
En una esquina de la calle Atocha, la emoción adopta otro rostro. Un miembro de la Agrupación de Reserva y Seguridad (ARS) de la Guardia Civil se abraza a su hermana justo después de que ella se prometiese. Su cuñado le ha pedido matrimonio durante la espera. Los aplausos estallan a su alrededor. «Era hoy o no era», explica él, después de marcar la rodilla por el suelo. «Es el día de la Hispanidad», dice, orgulloso, mientras ella enseña el anillo entre risas.
Más adelante, entre los uniformes azul oscuro de la Academia General del Aire y del Espacio, dos jóvenes caminan sincronizados. Son parte de la Escuadra de Gastadores. Uno, asturiano, confiesa que su familia no se lo esperaba: «Mis padres están más ilusionados que yo, pero hay mucha responsabilidad. Toda España te está mirando«.
Varios efectivos del Ejército del Aire se hacen fotos antes del desfile LUCÍA GONZÁLEZ
El otro, con voz más serena, sonríe al recordar los años de espera: «Desde niño veía el desfile por la tele. Participar hoy es un sueño cumplido. En mi familia hay tradición militar, pero soy el primero que lo vive desde dentro».
Sus pasos resuenan al unísono, una cadencia que mezcla disciplina y emoción. «Cómo llevas el fusil, el paso, el braceo… quizá la gente no lo note, pero tú sí, tu compañero también, y sientes la obligación de hacerlo perfecto«, añade el primero.
El desfile aún no ha comenzado, pero ya se siente. La calle vibra con los redobles de tambor que se escapan de las formaciones, el golpeteo de las botas sobre el pavimento, el murmullo de las familias que buscan un hueco entre las vallas. Las calles se tiñen con la rojigualda, y los niños, subidos a hombros o a las ramas de los árboles, estiran el cuello para verlo todo. «Es el día en el que se te hincha el pecho de orgullo«, dice Carmen, que ha llegado desde Badajoz con su marido y su hija solo para ver desfilar a su hijo, soldado del Ejército de Tierra.
La larga espera de quienes busca a uno entre miles
Apenas amanecía cuando marcharon hacia el Paseo del Prado. «Tenemos que irnos ya», dijo ella, con la seriedad de quien sabe lo que significa llegar tarde. Querían sitio en primera fila. Recorrieron Atocha hacia abajo en busca del mejor punto del recorrido. «La espera se hace eterna», confiesa luego. «Sabes que el desfile es espectacular, pero cuando está tu hijo dentro, nada justifica la impaciencia de verle«.
Cuando por fin lo distingue, Carmen no puede contener el grito: «¡Mira, ahí viene!». Él mantiene el gesto firme, la mirada al frente, pero en los ojos brillaba una complicidad propia de quien sabe que lo esperan. «Solo quien lo vive puede entender este orgullo», dice ella, aun con la voz temblorosa. «Se me ha quedado la piel de gallina. Ojalá todas las madres pudieran sentir esto alguna vez».
Pero los protagonistas no están en la acera. Entre las filas que avanzan al unísono, el caballero alférez cadete de quinto curso de la Academia de Oficiales de la Guardia Civil sostiene el banderín de su compañía. Vive en Madrid, pero hoy la ciudad parece distinta. «Está tenso —admite antes de comenzar—. Mis padres, mi hermana y varios amigos están viéndolo, algunos aquí, otros por la tele, pero esa tensión te ayuda a hacerlo mejor«.
El grupo de la Academia de Oficiales de la Guardia Civil antes de desfilar LUCÍA GONZÁLEZ
No todos llegan a desfilar. Solo los mejores expedientes tienen ese privilegio y el es uno de ellos. «Cuando me confirmaron que podía estar, mis padres estaban tan contentos como yo«, cuenta. Horas después, al terminar, se queda sin palabras: «No se puede describir. La gente gritando, el ambiente, es mágico. Me quedo con la palabra orgullo: ver a tanta gente apoyándonos y poder devolvérselo. Es el reflejo de todo el esfuerzo de estos años«.
Las banderas y el orgullo ‘español’ copan el desfile
El cielo también forma parte del espectáculo. Los móviles se levantan primero hacia arriba, cuando el salto de la Patrulla Acrobática de Paracaidismo y el paso de las aeronaves deja estelas rojas y amarillas entre las nubes, y luego bajan de nuevo al suelo, cuando los 3.847 efectivos y los 162 vehículos motorizados inician su recorrido desde Atocha hasta Colón.
Ciudadanos inmortalizan el salto de los paracaidistas en la Fuente de Apolo LUCÍA GONZÁLEZ
Los aplausos no distinguen uniformes: suenan igual para bomberos, para Vigilancia Aduanera, para la Legión o para los cadetes de la Guardia Civil. «¡Viva España!» se escucha entre las vallas, seguido de un murmullo emocionado que se confunde con el estruendo de los motores.
En las aceras, la expectación se vuelve contagiosa. Niños ondean pequeñas banderas, ancianos se ponen en pie al paso de cada unidad, padres suben a sus hijos a hombros para que no se pierdan el momento. Las horas de espera se disuelven entre vítores. Hay abrazos, lágrimas y una multitud de móviles intentando capturar algo que, en realidad, solo se puede sentir estando allí.
«Es impresionante cómo todo se coordina«, comenta un señor que observa fascinado. «Parece una maquinaria perfecta». A su lado, una mujer asiente en silencio, la mano en el pecho. «Lo dan todo», murmura.
Público portando banderas de España antes del acto Eduardo Parra / Europa Press
El deseo de que 2026 llegue pronto
En la calle Ayala termina todo, los uniformes empiezan a confundirse entre la multitud. Los familiares se despiden con la vista, conscientes de que sus hijos, hermanos o parejas subirán pronto a los autobuses que los devuelven a sus bases. Hay abrazos rápidos, fotos apresuradas, promesas de repetir el próximo año. Algunos piden «cien metros más» de desfile, un minuto más de orgullo compartido. Otros, simplemente, se quedan mirando el vacío que deja la marcha.
«Ojalá repita, el año que viene y todos los demás«, dice Carmen entre risas. El corazón todavía le late fuerte. El desfile se ha terminado, pero en muchas familias como la suya queda ahora el recuerdo.
Porque cada 12 de octubre, entre banderas y tambores, siempre hay alguien que vive su primera vez. Y esa primera vez —como la de María y su hijo— se queda grabada para siempre, en el rincón más íntimo del orgullo.
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